domingo, 11 de enero de 2015

De una encina pequeña que se llamaba Chaparro.

El dolor es producto de razón e instinto de supervivencia. Qué tristeza de repente.

Un arbolito que crece torcido porque su entorno no le permitió crecer bien. Y sigue creciendo porque no puede hacer otra cosa. Y cuando ya no hay nada que le impide crecer recto, la inercia de sus inicios puede más que su deseo, y tira de él haciendo que se escore.

Hunde profundas sus raíces donde nadie pueda verlas para sostenerse. Lo hace por la noche y muy despacito para evitar que sepan que quiere enderezarse, por si acaso no lo logra, poder aún decir que no lo hace porque no quiere.

Una noche empezó a molestar a los topillos de tan dentro en la tierra que avanzaba.
Se le pusieron en su contra.
Ejércitos de hormigas sacaron sus tropas hostigándole para que retrocediera.
Sin querer, había despertado a las alimañas nocturnas.
Las ratas de campo devoraban sus raíces blancas y las yemas tiernas apenas habían asomado.

El arbolito palidecía.
Empezaba a comprender que ya no podría tender más hacia la luz, acabaría derribado de tan torcido que se hallaba.
Contemplando el bosque a su alrededor no veía un sólo árbol en el que apoyarse para mantenerse en pie. Sólo una masa uniforme y monótona de verde desesperanza.

Pasaron largas estaciones por su corteza. Cada una de las cuales marchitó sus mejores hojas de modo que ya no tenía fuerzas para hacerse crecer más.
Se ahogaba poco a poco mientras miraba apesadumbrado el horizonte al atardecer.
Cuando apenas le quedaba ya nada dentro y era poco más que cuerpo inerte,
sombra y silueta en la hojarasca,
se dejó morir.
Y su morir duró mil años.
Y se derrumbó una noche carcomido por dentro.
Y no se oyó un ruido porque no hubo nadie allí que escuchara.
Y su tronco se pudre fundiéndose con lo demás.

El mundo a su alrededor se nutre de la tragedia.

Los pájaros azules ya no tienen dónde posarse.