miércoles, 5 de febrero de 2014

La mañana.

Hay una higuera mecida suavemente por la brisa fresca de una mañana de febrero que impregnada de salitre, aplaca el desánimo y alienta el corazón.

En una de sus ramas hay sentado un chico vestido con unos pantalones anchos que se aprecian cómodos y una camiseta negra a juego con su barba. A su alrededor, como los higos que en otra estación han de brotar, cuelgan alguno de sus enseres; un jersery con capucha estampado de figuras geométricas anaranjadas que recuerdan a alguno de los imprerios precolombinos ya extintos, unas zapatillas que penden a cada lado por los cordones atados y una mochila. Allí permanecen a salvo de la ensoñación en la que está sumido cuyo culpable no es otro sino el libro que sostiene sobre sus manos.

Hay ruido alrededor, sí, pero es un ruido agradable mezcla del griterío infantil de un parque cercano y del murmuro de un tráfico lejano. De vez en cuando se escucha también el graznido de alguna gaviota valiente que se ha alejado de la playa.
Parejas de los antes afortunados y considerados jubilados dan sus paseos matinales comentando los avatares del tiempo con la voz cansada por la experiencia. Ellos que han visto tantos días de sol y tantas tormentas en un tiempo en que las tormentas se llamaban tormentas y los días en los que hacía sol que hacía bueno.

Con el corazón henchido por la absurda dicha que la imagen de esta trivial estampa le produce, el autor de estas palabras se regocija por el hecho de haber podido formar parte como figurante entre los demás figurantes del teatro que nos toca jugar.
Una representación interna y personal de una más grande y universal que no sabemos definir ni abarcar por la infinidad y parcialidad de nosotros mismos.
Infinidad de pequeñez e infinidad de muchos, pues todos somos actores de este gran sinsentido y parece inmediato suponer que para obtener de un gran todo, un muchos, ha de dividirse en partes muy pequeñas de materia y muy livianas de razón. Una razón pesada se advierte densa y difícil de fragmentar.

(...)

La otrora brisa antes descrita como apacible se torna más fría que fresca y más arenosa que salada. Arrastra las nubes de lugares remotos con rudeza y rapidez. El cielo antes azul se vuelve grisáceo; agorero de lo que nadie quiere quedarse a presenciar.
Una pareja de hombres uniformados ha aparecido en escena. Dejan sus ciclomotores en la senda adyacente a la zona ajardinada y se aproximan al que se ha convertido en mi árbol favorito esta mañana.
Mantienen un diálogo con el chico que está sentado en la rama aparentemente en la lengua común que comparten. Sin embargo se aprecian matices que parecen indicar una constante incomprensión.
Ordenan bajarse al ofuscado lector, no alcanzo a saber por qué motivo.
Se alejan murmurando palabras vagas y vacías de las que llenan silencios cargados de belleza que se enfadan por la intromisión acústica que contamina su condición.
Montan en sus vehículos camino de su siguiente gran hazaña.

Observo con ojos miopes una especie de resignación. No sabría decir si del árbol que ha perdido a su huesped o del chico al que han bajado de las alturas y sacado súbitamente de su abstracción.
Se ha visto obligado a volver a tomar consciencia de su entorno. Un entorno que se ha vuelto tan lúgubre y frío que le invita a acabar de leer la última línea del capítulo con la que un servidor se despide.

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